Por mandato de los años he asistido al chequeo rutinario de la próstata y zonas aledañas en un consultorio de una clínica privada. Lea, para que no le pase a usted lo que a mí.
Había asistido con los resultados de análisis prescritos días antes por el doctor Taveras, quien había fallecido durante el proceso.
No había entrado bien a su estrecha oficina cuando me pidió los resultados del laboratorio de referencia que tenía a mano. De inmediato, pretendiendo de persuasor de primera, me ordenó mirar una ilustración a color sobre el organismo humano y comenzó a darme una “cátedra” sobre el aparato reproductor masculino y los riesgos. Luego me miró a los ojos y aseguró: “¡Usted tiene cáncer!”
No tardó un segundo para anunciarme que él y un grupo de amigos tenía para mí la “buena nueva”: semillas radioactivas. “Lo resolvemos rápido, las implantamos; es ambulatorio; todo depende de ti. Solo tiene que buscar dinero y yo los llamo. Sería aquí mismo en la clínica. Le mandaré a hacer estos análisis, y tiene que ir a este laboratorio, a éste que le digo, está en Gazcue. Y con los resultados vuelva aquí”. No me preguntó nada, no me dejó hablar; tampoco me hizo el famoso tacto rectal, prueba incómoda pero fundamental para identificar tumores en próstata.
Impresionado por la embestida del “especialista” —no inconsciente—, salí raudo hacia un laboratorio de referencia diferente al sitio indicado por el hipocrático urólogo. Una semana después, cuando regresé a su despacho del centro oriental y le presenté “los papeles”, tras ver que el timbrado de la hoja no era lo recomendado, reaccionó iracundo. Los tiró y me increpó: ¡Yo le dije a usted a donde tenía que ir; eso no sirve”.
Me marché “con el rabo entre las piernas”. Y, aunque descreí de tétrico anuncio, opté por una cita con otro especialista, para descartar CA. Los análisis de prestigiosos laboratorios y los tactos mandatorios han rechazado la “mala noticia” que me había dado el susodicho para colocarme a las puertas del quirófano. De eso ha pasado cerca de una década.
Una pariente había sufrido una experiencia similar hace más o menos 20 años. Tras asistir a la emergencia de una reconocida clínica del Distrito Nacional a causa de un dolor en la espalda baja, un médico le diagnosticó “un problema grave” que debía ser “operado inmediatamente” si no quería “pasarse el resto de su vida” en una silla de ruedas. “Debes buscar 25 mil ahora, como adelanto”, le advirtió.
Ella me llamó desconsolada al filo de la medianoche. No quería ser discapacitada de golpe y porrazo. Le pedí calma y que dejará amanecer. En realidad, yo carecía de dinero, y menos con la urgencia del galeno. A la mañana siguiente solo atiné a llevarla a la emergencia del hospital público Salvador B. Gautier, a petición del reputado neurocirujano Ney Arias Lora. Él llamó seguido a un grupo de residentes de diferentes categorías, y les mostró la radiografía. Les preguntó: ¿Qué ven? Nada grave, coincidieron. Él ripostó: ¿Operable? Innecesario, resaltaron. Desde entonces, ella jamás ha hablado de dolores en su columna.
Casos similares llueven en clínicas privadas de todo el país. Solo que, diferentes a los citados, por desgracia, terminan en engaño cruel y agravamiento de las dolencias de los “clientes”, y hasta en la muerte. Una tragedia. Tan tragedia como los requisitos exigidos en las emergencias para atender a un ser humano en apuros; más si ha sufrido un accidente de tránsito, pues, aunque tenga la base del cráneo rota, nunca habrá cama si los parientes no pasan primero la tarjeta de crédito. Nadie, sin embargo, se atreve a tocar esta jabilla. La doblez reina.
El ejercicio de la medicina ya es puro negocio. No sería tan malo si, cada vez más, no estuviera tan contaminado con deshumanización y médicos delincuentes que actúan a sus anchas, sin control de nada ni nadie.
Por Tony Perez
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